My Michelle

Valor y a por el toro.
Qué fácil decirlo y qué difícil atreverse.
Por primera vez sentía una timidez intensa.

La observaba, desde lejos, entre los demás adolescentes que había bajo ese techo. No se daba cuenta. Bebía con despreocupación, riendo a cualquier cosa que le decían.

La Bella Bestia embriagada permanecía ignorante, arropada bajo los brazos del licor.

Sus chispeantes ojos verdes, su curiosa forma de vestir, su particular personalidad. Su cabello oscuro con mechas rojas, su inconfundible sonrisa. Un duendecillo benévolo, pero solitario.
Amiga de todos y a la vez de nadie.

Todo el mundo tenía buenas palabras para referirse a ella. Todos la habían abrazado alguna vez, la habían hecho reír. Todos, excepto el tímido muchacho que la observaba de lejos.
Nunca la había visto dos veces con el mismo grupo de chicos. Nunca la había visto junto a alguien en los ratos libres.
Ella siempre desaparecía, junto con el humo de su cigarrillo, en calles inhóspitas.

Pero nadie reparaba en ello, excepto yo.

Las pequeñas calaveras de cristal que adornaban sus zarcillos, las cruces que formaban sus extraños colgantes, le daban cierto aire siniestro. Sus pulseras no eran más que pedazos de cueros atados.  Su vestimenta no suponía lo corriente, pero a ella eso le traía sin cuidado. Al igual que sus peinados, a veces liso y a veces rizado, con mechas de colores o de un único matiz. Cambiaba mucho.
Nunca parecía la misma persona.

La Caperucita Roja que acabó con el Lobo de lo Común, ahora lleva un abrigo de piel que la hace destacar. Pero su capucha carmesí sigue allí.

Nunca la vi con ninguno de los tíos que solían recibir sus muestras de cariño. No regalaba más de lo permitido, y su lista de noviazgo permanecía en el más profundo misterio.
Algunos ya habían perdido el tiempo intentando ganarse su inescrutable corazón.  
Rechazados con elegancia pero sin mala intención. Nadie encajaba para ella. Nadie era lo suficiente para ella.

Absolutamente nadie.
¿Tan alto había colocado el listón?
Tragué saliva.

Reina de las calabazas, y de los esqueletos enamorados. Muñeca, ¿quién es tu príncipe decapitado? ¿El cuervo que se posa en tu hombro, cuál fiel perro guardián? Maléfica eres.

Hacía ya dos años que estaba en mi clase. Su dulce trato no había pasado desapercibido, tampoco su exitosa trayectoria académica. ¿Cómo se puede sacar  diez en todo? Eso solo simboliza la perfección. La chica perfecta.
La chica extraña y perfecta. De belleza inquietante pero discreta. Un duende angelical de jardín.

La mejor amiga soñada para todas mis compañeras.
La mejor chica a la que tener como 'piva' para todos mis amigos.

¡Vaya tela te has montado sin quererlo! Los tienes hipnotizados. Los tienes hechizados.
¡Qué encanto!

La Viuda Negra acaricia las alas de las moscas que atrapa. Esta araña no pretende devorarlas. Llora lágrimas de seda, porque no quiere ser la Perdición para los que han caído en su red. No, no es lo que quiere.

Desgraciadamente yo también he caído, en último lugar.
No he podido ignorarte por más tiempo.
Tal vez he sido el que más se ha resistido.
Siempre te vi como una pequeña manipuladora que buscaba lo peor para los que se acercaban a ti. Siempre te vi como el peor de los males. Sencillamente, te veía como una enana que se creía especial, y que tarde o temprano soltaría todas las confidencias que le contaban.
Tardé en darme cuenta de que estaba equivocado.

Y me engañé a mí mismo, hasta que un día me harté de odiarte. De hablar mal de ti. De insultarte. De tener ganas de discusión contigo.
Eso ya para mí no existía.

Peter Pan se ha perdido, necesita a su Campanilla.

Valor y al toro.
Las tres copas de vodka me animaban en el fondo. No estaba demasiado ido, pero ya no me sentía tan tímido. Me fui acercando, inspirando hondo, saboreando las últimas gotas de alcohol que había bebido.

Torciste tu sonrisa cuando me tuviste al frente. Arqueaste una ceja, desafiándome con la mirada. Esperé varios minutos, sin quitarte el ojo encima.
Te levantaste, sin que tu sonrisa se desvaneciera. Te extrañabas. Te preguntabas qué pretendía.

Te miré de nuevo, con minuciosidad.
Entonces te entré a los morros, acariciando tus labios con una pasión incontenible. Sentí tu sorpresa, pero no me detuviste.
El frío aro que tenías en el labio me hizo estremecer.
Nunca me habían gustado las chicas con piercing, pero estaba claro que serías la excepción.
Siempre serías la excepción.

¿Qué pasará? ¿A medianoche que ocurrirá? No has perdido zapato alguno, pero aún así… ¿Querrías ser mi Cenicienta esta noche?